Félix de Azúa e Ortega

PERMITAN QUE ME DESPIDA

Han sido tres años y medio, si no me descuento, los que he pasado junto a mis estimados lectores de El Periódico de Cataluña. Tras un repaso a las viejas columnas, me he percatado de lo mucho que ha cambiado, no sólo el país, sino el aire social que respiramos en común. Hace cuatro años la amenaza de ruina era tan sólo eso, una amenaza, de manera que el presidente Zapatero se podía permitir, con su habitual desenvoltura, acusar de antipatriotas a quienes hablaban de crisis económica. Esa fue la expresión que empleó. Tres años más tarde la ruina es absoluta y a día de hoy los más optimistas hablan de "recuperación" dentro de seis años. Seis años de política española son un siglo. Del actual elenco dramático, Zapatero, Rajoy, Montilla, Carod, no quedará nadie. Las quiebras traen cambios lentos, pero inevitables. El cuadro de actores que nos representa es de escasa calidad y será sustituido, quizás por chulos tipo Chavez, pero con un poco de suerte por gente sensata, esos técnicos que tanta falta hacen y que han sido despreciados por políticos ebrios de ideología. No hay nada peor que un político cargado de ideología y sin educación.

La ruina ha ido oscureciendo la vida en común hasta el punto de que la próxima campaña electoral está derivando nada menos que en un simulacro de guerra civil. De un lado los insensatos que usurpan el nombre del socialismo, del otro los corruptos que dicen ser populares. Ambos puro monigote, títeres sin cabeza, una densa necedad que pagaremos muy caro. En el caso catalán las cosas son aún peores y no merece la pena ni mencionarlas. Bastaba con leer los titulares de la prensa catalana tras la consulta independentista. No soy adulador, pero debo decir que el único diario que tituló con respeto de la verdad ("Pinchazo soberanista", decía) fue éste en el que escribo. Todos los demás mentían de un modo tan estúpido que uno se daba cuenta de que los editores consideran a sus lectores unos perfectos idiotas.

El estropicio es ya casi insalvable. Como he dicho otras veces, la deriva de España hacia el modelo italiano se acelera. En Italia votar es obligatorio y no se nota el hartazgo de los civiles, pero aquí falta ya muy poco para que la abstención iguale al número de votantes. Da lo mismo, porque los políticos seguirán llenándose la boca con palabras que nunca han entendido como "democracia", "nación" o "libertad". Y no las han entendido porque nuestra clase política no es demócrata. No tiene ni la menor idea de qué quiere decir "democracia". Por eso no respetan a los partidos adversos sino que se empeñan en triturarlos y no creen estar en el poder para resolver los problemas de la gente sino para creárselos porque así lo exige la Causa. Sólo trabajan para su propio partido, como los empleados japoneses trabajaban para su empresa y la yakuza asociada. Así le ha ido al Japón.

El deterioro es supino. Ver cómo Montilla, un gris escalador de la burocracia de partido, condecora a los fiscales que calumnian a sus propios colegas de tribunales superiores es una imagen que remite a los tiempos de Franco cuando la lealtad al Régimen era lo único que contaba. Porque la desdicha es que este país ha regresado a su ser ancestral. La ruina económica nos está devolviendo al lugar de siempre en el tercer mundo. La ruina moral nos devuelve al escenario de toda la vida, el esperpento, la pornografía política, la canallada.

El sueño ha durado unos años, digamos que de 1982 a más o menos el cambio de siglo. Durante veinte años parecía que España podía convertirse en un país europeo. La gente olvidó los delirios señoritiles del desprecio al trabajo y, con la excepción de los liberados sindicales, comenzó a tomarse en serio la vida. De pronto ya no daba vergüenza trabajar e incluso querer trabajar más horas o más días. Los fondos europeos y una ola de optimismo que ilusionó a los españoles lograron un despegue prodigioso, mientras en el terreno político, con jefes de gobierno adultos como Suárez, González o Aznar, los adversarios no eran enemigos. La oposición podía ser dura, pero no era una chusma despreciable. La diversidad de ideas y opiniones, como en Europa, mantenía viva la libertad. En la actualidad la libertad es una excusa para sacar las navajas.

Este ambiente tabernario, que a mi modo de ver repugna a casi todo el mundo menos a los partidos políticos y a aquellos que viven de sus privilegios y subvenciones, tiene aspecto de ser duradero. No me imagino yo a los actuales padres de la patria preocupándose por los votantes, esos parias que han venido al mundo para pagar sus sueldos, viajes, negocios, comidas, amantes, coches, parientes, sobornos y trajes.

En estas circunstancias, la verdad, es inútil tratar de influir en la vida pública, así que me voy a los cuarteles de invierno a ver si logro hacer algo de provecho.
Mil gracias por su atención y por su amabilidad.

Artículo publicado el 3 mayo de 2010.

Lean o debate aquí.


UN ALDABONAZO

José Ortega y Gasset
«Crisol», 9 de septiembre de 1931.

Desde que sobrevino el nuevo régimen no he escrito una sola palabra que no fuese para decir directa o indirectamente esto: ¡No falsifiquéis la República! ¡guardad su originalidad! ¡No olvidéis ni un instante cómo y por qué advino! En suma: autenticidad, autenticidad...

Con esta predicación no proponía yo a los republicanos ninguna virtud superflua y de ornamento. Es decir, que no se trata de dos Repúblicas igualmente posibles -una, la auténtica española, otra, imaginaria y falsificada- entre las cuales cupiese elegir. No: la República en España, o es la que triunfó, la auténtica, o no será. Así, sin duda ni remisión.

¿Cuál es la República auténtica y cuál la falsificada? ¿La de «derecha», la de «izquierda»? Siempre he protestado contra la vaguedad esterilizadora de estas palabras, que no responden al estilo vital del presente -ni en España ni fuera de España. (....) No es cuestión de «derecha» ni de «izquierda» la autenticidad de nuestra República, porque no es cuestión de contenido en los programas. El tiempo presente, y muy especialmente en España, tolera el programa más avanzado. Todo depende del modo y del tono. Lo que España no tolera ni ha tolerado nunca es el «radicalismo» -es decir, el modo tajante de imponer un programa-. Por muchas razones, pero entre ellas una que las resume todas. El radicalismo sólo es posible cuando hay un absoluto vencedor y un absoluto vencido. Sólo entonces puede aquél proceder perentoriamente y sin miramiento a operar sobre el cuerpo de éste. Pero es el caso que España -compárese su historia con cualquier otra- no acepta que haya ni absoluto vencedor ni absoluto vencido.

(... ) Pero en esta hora de nuestro destino acontece, además, que ni siquiera ha habido vencedores ni vencidos en sentido propio, por la sencilla razón de que no ha habido lucha, sino sólo conato de ella. Y es grotesco el aire triunfal de algunas gentes cuando pretenden fundar la ejecutividad de sus propósitos en la revolución. Mientras no se destierre de discursos y artículos esa «revolución» de que tanto se reclaman y que, como los impuestos en Roma, ha comenzado por no existir, la República, no habrá recobrado su tono limpio, su son de buena ley. Nada más ridículo que querer cobrar cómodamente una revolución que no nos ha hecho padecer ni nos ha costado duros y largos esfuerzos. Son muy pocos los que, de verdad, han sufrido por ella, y la escasez de su número subraya la inasistencia de los demás. Una cosa es respetar y venerar la noble energía con que algunos prepararon una revolución y otra suponer que ésta se ha ejecutado. Llamar revolución al cambio de régimen acontecido en España es la tergiversación más grave y desorientadora que puede cometerse. Lo digo así, taxativamente, porque es ya excesiva la tardanza de muchas gentes en reconocer su error, y no es cosa de que sigan confundidos lo ciegos con los que ven claro. Se hace urgentísima una división de actitudes para que cada cual lleve sobre sus hombros la responsabilidad que le corresponde y no se le cargue la ajena.

Las Cortes constituyentes deben ir sin vacilación a una reforma, pero sin radicalismo -esto es, sin violencia y arbitrariedad partidista-. En un Estado sólidamente constituido pueden, sin riesgo último, comportarse los grupos con cierta dosis de espíritu propagandista; pero en una hora constituyente eso sería mortal. Significaría prisa por aprovechar el resquicio de una situación inestable, y el pueblo español acaba por escupir de sí a todo el que «se aprovecha». Lo que ha desprestigiado más a la Monarquía fue que se «aprovechase» de los resortes del Poder público puestos en su mano. Una jornada magnífica como ésta, en que puede colocarse holgadamente y sin dejar la deuda de graves heridas y hondas acritudes, al pueblo español frente a su destino claro y abierto, puede ser anulada por la torpeza del propagandismo.

Yo confío en que los partidos (...) no pretenderán hacer triunfar a quemarropa, sin lentas y sólidas propagandas en el país, lo peculiar de sus programas. La falsa victoria que hoy, por un azar parlamentario, pudieran conseguir caería sobre la propia cabeza. La historia no se deja fácilmente sorprender. A veces lo finge, pero es para tragarse más absolutamente a los estupradores.

Una cantidad inmensa de españoles que colaboraron con el advenimiento de la República con su acción, con su voto o con lo que es más eficaz que todo esto, con su esperanza, se dicen ahora entre desasosegados y descontentos: «¡No es esto, no es esto!»

La República es una cosa. El «radicalismo» es otra. Si no, al tiempo.