Cando os bobos queren (aparentar) ser modernos

José Antonio Martínez
El lenguaje (políticamente) correcto
(Resumen)(*)


Puede definirse la «corrección política» como la actitud orientada a lograr cierta igualdad entre las diversas minorías que componen una sociedad multicultural y multiétnica; pero revirtiendo el equilibro de poder –lo que se llama «discriminación positiva»– en favor de las autodefinidas como «minorías oprimidas»: negros, mujeres, homosexuales, emigrantes, etcétera. Umberto Eco ha resumido las tres fases de su evolución en los Estados Unidos: 1) su origen izquierdoso y socialmente intencionado; 2) su reorientación hacia ocurrencias terminológicas; y 3) su aceptación y manipulación por los «neocon» y los reaccionarios.
Lo «políticamente correcto» se ha relacionado con dos movimientos filosóficos: la Escuela de Frankfurt y la Asociación Americana de Antropología, uno de cuyos miembros, Edward Sapir, junto con el antropólogo Whorf, formuló la conocida como hipótesis Sapir‑Whorf, hipótesis débil (por tanto, tan difícil de confirmar como de desmentir) que dice que toda lengua conlleva una visión específica de la realidad y que, por tanto, determina al pensamiento.
En este supuesto, pues, el lenguaje corrige las mentalidades y, por esta vía, cambia la realidad: los derechos civiles del negro solo habrían de conseguirse plenamente cuando rompiera el grillete de nigger para pasar a ser black y luego sentir el orgullo de ser Afro-American.
Es el todopoder de la palabra creadora, reservada a la Divinidad: «Hágase la luz», y la luz fue hecha. «Cambiemos las palabras, y cambiarán las cosas» pasaría a ser el lema filosófico y político de muchos que, hasta hace no tanto, seguían la convicción de que, revolucionando la estructura económica, se modificaría en consecuencia el arte, el derecho, la mentalidad de la gente, en suma la «superestructura».
Late en esta postura un voluntarismo sin límites que recuerda la anécdota del entrenador John Lambie: Al comunicarle el masajista del equipo que uno de los delanteros sufría una conmoción tras chocar con un rival, y que no recordaba quién era, Lambie le respondió: «¡Perfecto! Dile que es Pelé y que vuelva al campo».
La Lingüística –como ciencia humana y positiva que es– no tiene tanta fe como para permitirse tanto voluntarismo. Hay dos principios lingüísticos que chocan frontalmente con los supuestos de la corrección política. Uno es la separación entre la lengua y la realidad referida por ella: es el principio de la «arbitrariedad» del signo, por el cual una lengua es «amoral», funciona exenta de toda ideología y por tanto no se ensucia (el alemán sale tan indemne del entorno nacionalsocialista como lo hace el castellano del franquismo sociológico). La otra distinción –ignorada en el lenguaje políticamente correcto– es la que hay entre «lengua» y «habla»: identificar la lengua –o sea, las posibilidades idiomáticas a disposición de una comunidad– y el habla –las expresiones concretas de cada hablante– lleva a cargar sobre la lengua histórica todas las responsabilidades y prejuicios de sus usuarios.
Hay dos rasgos casi definitorios de nuestra cultura: uno, por desgracia declinante, es la libertad de crítica –artística o no– a cualquier idea, creencia o icono (con absoluto respeto a las personas); el rasgo felizmente emergente es la ideal equiparación entre mujeres y hombres. No debe extrañar, pues, que el movimiento más activo en España haya sido el feminista, que –aparte de su acción y sus logros en el ámbito político y legislativo, menores en lo laboral– se ha dedicado a formular y extender, a los medios de comunicación y en la escuela, el lenguaje llamado «no sexista», contrapuesto desde la perspectiva de género a la lengua común, denunciada como sexista en términos inapelables.
Su esforzada y a menudo inquisitiva labor ha sido retribuida con diversa suerte. La parte más difícil la ha tenido, como veremos, en el tratamiento de los aspectos gramaticales y formales de la lengua. En cambio, sus logros lingüísticos –paralelos a los de las realizaciones sociales– han sido claros en la feminización de los sustantivos que nombran cargos, profesiones y trabajos: presidenta, médica, jueza, ingeniera…, así como en la depuración de acepciones discriminatorias en el léxico de la lengua.
El lenguaje políticamente correcto en otros ámbitos –la enfermedad y las discapacidades, los defectos corporales, los estragos de la edad, el trabajo y la economía (pobreza, emigración, esclavitud, hambre), el racismo y la xenofobia, la guerra y el terrorismo, y el sexo (homosexualidad, transexualidad, pederastia, prostitución)– se ha prodigado en el discurso de los políticos de todas las tendencias, y se ha propagado sin reparos ni crítica en todos los medios de comunicación. El principal reproche que se le hace puede concretarse en la siguiente frase de Eugenio del Río: La extensión hoy de lo políticamente correcto se ha convertido en una enfermiza ocultación de la realidad a través del lenguaje eufemístico.
Los eufemismos de la lengua común suavizan nuestro contacto con los aspectos más desagradables de la realidad; los de los lenguajes científico-técnicos (medicina, economía, administración…) afinan diagnósticos y proporcionan la asepsia necesaria para tratar eficazmente una realidad patética y dura. La capacidad en parte ocultadora y «filtrante» del eufemismo se ha aprovechado para hurtar la información y maquillar la cara más dura de la realidad. Un veneno en papel de regalo. Como el que nos ofrecen todos los días los medios de comunicación desde los frentes de combate: ataques selectivos (que no son sino asesinatos o actos de terror), bombas inteligentes (con capacidad para aniquilar certeramente al enemigo, pero que casi siempre tienen fallos estúpidos, y trágicos), daños colaterales (víctimas civiles que casualmente siempre están en el centro mismo del lugar del impacto); la desigual posición de víctimas y verdugos del acto de terrorismo se equilibra y justifica mentirosamente en la denominación de lucha armada; lo que es una bestial carnicería por diferencia de raza, una matanza racista, queda soezmente pintada como una labor de higiene en la expresión políticamente correcta de limpieza étnica.…
El eufemismo es a veces una perífrasis abstracta y casi aérea: el despido asume un aire de frialdad técnica en el reajuste laboral, y la acuciante falta de viviendas se ve tratada con una sublimada y virtual solución habitacional; un drogadicto es un ciudadano casi sin problemas si se le nombra como usuario de sustancias adictivas; en fin, la indeseada realidad del aborto casi se desdramatiza en la perífrasis lenitiva interrupción voluntaria del embarazo.
Otras veces se distorsiona la directa referencia del sustantivo con un adjetivo que, si bien se mira, le es contrario; su función es evocar sesgadamente otro sustantivo con el que se quiere identificar: en la expresión guerra humanitaria la guerra se disfraza de ‘ayuda’ a una gente a la que, llegado el caso, se masacra. En ocasiones la significación niega de plano las informaciones de la realidad: cierto organismo internacional que no deja levantar cabeza a los países depauperados, les quita hasta este adjetivo, ya eufemístico, y con cinismo los clasifica como de economía emergente.
Estas expresiones del lenguaje políticamente correcto ya no son populares ni tienen un fin terapéutico: se urden, diseñan y preparan en gabinetes y centros de «información» y propaganda, para facturarlos luego a los medios de difusión a través de las agencias de prensa.
Apenas presentado el lenguaje políticamente correcto, he de pasar a resumir sus diferencias con el simplemente correcto.
1)En lo que atañe a los sujetos de la corrección, es la Real Academia Española –formada por prestigiosos «especialistas» en materia de lengua: lingüistas y filólogos, escritores y periodistas, científicos y filósofos…– la institución específica que va fijando el uso correcto de la lengua. Más en la tradición anglosajona (sin una autoridad lingüística definida), los promotores de las normas políticamente correctas van desde organismos políticos o cívicos hasta la iniciativa personal de militantes en alguno de los «colectivos» interesados, que encuentran su legitimidad y sobre todo su capacidad para «corregir» en su calidad de afectados (o de valedores de los afectados) por encima de cualquier tipo de experto.
2) En lo que respecta a la extensión de sus objetos, puede decirse que la corrección académica se dirige a toda la lengua en su entera capacidad de referencia a cualquier asunto, tema, materia o aspecto de la realidad o de la ficción, expresables en cualquier medio material: lenguaje escrito, lengua oral o fónica…; a la lengua, en suma, más acá de las opiniones, creencias, ideologías, puntos de vista o perspectivas –altruistas o interesadas– de los individuos o los grupos (sean colectivos, asociaciones, clases sociales, autonomías, países o naciones) que usan esa lengua como medio de comunicación.
En cambio, los valedores del políticamente correcto solo intervienen en determinados sectores del léxico de la lengua, sin tocar a la fonética ni la ortografía, ni tampoco –con la parcial excepción del «lenguaje no sexista»– al nivel morfosintáctico. Su corrección alcanza solo a un léxico sectorial, a algo muy cercano a lo que lingüísticamente se define como «jerga».
3)Entre la corrección académica y la política existe también una divergencia, más que notable, de objetivos. El de la lingüística normativa es mantener y reforzar la unidad y homogeneidad de la lengua estándar en tanto que medio comunicativo, tomando como criterio básico el uso más generalizado y extendido entre la gente, al margen de toda consideración ética o ideológica. La intención de la corrección política es erradicar las actitudes y pensamientos nocivos por la vía de reemplazar palabras de uso corriente con neologismos de nuevo cuño.
4) En consecuencia, el procedimiento de corrección es también muy diferente: la corrección académica es selectiva: prescribe en unos casos y prohíbe en otros, pero elige siempre dentro de lo que hay, nunca se inventa ningún hecho lingüístico. El método de la corrección política es sustitutivo: se propone sustituir términos de la lengua común por denominaciones inéditas, ideadas en los gabinetes del lenguaje políticamente correcto.
He aquí una situación un tanto paradójica: la aristocrática y elitista Academia fundamenta su labor en la que podría llamarse «iniciativa popular»; las organizaciones de origen democrático parecen confiar más en la «iniciativa privada» y en la práctica de cierto «despotismo ético o moral». Y no siempre se tiene en cuenta que, en materia de normativa lingüística, los colectivos y las instituciones, el hablante anónimo o las Academias proponen, pero es la gente que usa la lengua la que, en última instancia, dispone.)
Y ya en el ecuador de esta lección, paso a examinar lo esencial del lenguaje «no sexista».
Ante todo, hay que decir que el género es, en el español, una categoría morfológica que se extiende a todos los sustantivos de la lengua sin excepción: no hay ninguno que no sea o masculino o femenino. Existe incluso en aquellos sustantivos en los que no significa nada, como en sillón y silla, acento y tilde, muro y pared. En la realidad referida por persona, criatura, bebé o alguien, o por pulga y buitre (sustantivos llamados epicenos) hay diferencias de sexo, pero de ellas no se ha hecho eco la lengua: el género no las refleja. Solo los usos, los hábitos heredados, los intereses y opinión social de la comunidad hablante han hecho que, a veces sí y a veces no, el género refleje el sexo.
En menos casos el género hace referencia al tamaño, mayor o menor, de ciertos objetos: ventana/o, ría/o, bolsa/o, charca/o. También puede aludir a la cantidad: casi siempre el masculino se asocia a la unidad o el individuo, mientras que el femenino lo hace al conjunto: tuno/a, huevo/a, leño/a, cuerno/a, el/la mar, el/la policía.
En definitiva, que no solo no existe identificación entre género y sexo, sino que su asociación es estadísticamente minoritaria.
Entonces, ¿para qué sirve el género cuando no sirve para nada significativo? Pues –unas veces con el número, y otras también con la persona– funciona como enganche de la concordancia. La concordancia, a su vez, sirve para integrar, aplicar o identificar los significados de las palabras concordadas. Es la responsable del distinto sentido de parejas de frases como las siguientes:
Él la dejó preocupado / Él la dejó preocupada
Escribí la carta primera / Escribí la carta primero
Mi mujer no compró la mesa: la hice yo / lo hice yo.
La concordancia, en suma, es algo así como el cauce por el que discurre, hasta mezclarse, el caudal léxico de las palabras engarzadas.
El género, pues, solo puede definirse como virtualidad combinatoria, o –en un término de la Química escolar– como una «valencia»; gracias a la cual sustantivos y adjetivos o pronombres pueden combinar sus significados «atómicos» para formar expresiones semánticas «moleculares», por así decirlo.
Lo que ha convertido a la concordancia en una de las bestias negras del «lenguaje no sexista» es su segunda regla. Que a un grupo de cinco tías se les imponga el masculino con solo que se les sume su sobrino, es algo que resultará irritante a quienes miren la concordancia con ojos de ingenuo realismo: y así es cómo una frase tal que A las cinco tías y a su sobrino los trataron como extraños ha podido pasar como trasunto del androcentrismo que embarga a la lengua española.
Muy al contrario, el análisis gramatical muestra que se trata, sin más, de un asunto de construcción sintáctica: dicha regla es la que rige en las construcciones coordinadas y en las yuxtaposiciones. En cambio, en la llamada aposición bimembre o explicativa un sustantivo femenino más uno masculino pueden concordar en femenino:
Diez mujeres y algunas niñas, el pueblo entero, estaban aterradas.
Hay todavía otra concordancia que se da cuando un único artículo determina, o cuando el adjetivo antecede, a varios sustantivos, en cuyo caso la concordancia se establece, no en masculino sino con el sustantivo más inmediato:
Las niñas y niños de este lado deben avanzar al frente; Muchas mujeres y ancianos perecieron; yo mismo antes me dirigí a la parte plural del equipo rectoral con un Excelentísimas Señoras Vicerrectoras y Vicerrectores (la lengua española no me habría dejado decir *excelentísimos señores vicerrectoras y vicerrectores).
En fin, que en español hay al menos tres clases de concordancia de género, y que el masculino prevalece solo en una de ellas (eso sí la más frecuente, como frecuente es la coordinación). En todo caso, lo relevante es que la realización de una u otra depende, no del sexo, sino de la construcción sintáctica y del orden de palabras. Ni asomo de sexismo.
En toda oposición morfológica hay un término marcado, definido o exclusivo, y otro que es no-marcado, genérico o incluyente. En el número, es marcado el plural, y genérico el singular, pues el sustantivo singular puede equivaler al plural: La mujer ha estado secularmente discriminada, La naranja de mesa ha triplicado su precio, El hombre ha dominado en la familia tradicional. Otro tanto sucede en el verbo con el tiempo presente (término genérico) respecto del pasado, pues este valor puede expresarse mediante el «presente histórico»: Colón descubre América en el 1492. Y así en las demás categorías gramaticales.
En el género –que no es ninguna excepción–, el femenino es término exclusivo, y el masculino el genérico o inespecífico, de modo que este puede englobar en su referencia a aquel: El lobo es un animal depredador o El hombre es un lobo para el hombre, donde quedan referidas también las lobas y las mujeres, y también los niños, los lobeznos y hasta las encantadoras abuelas.
Al ser el masculino el término indefinido, puede decirse que sustantivos como rector, médico, presidente, capataz o peón, solo son masculinos «de facto»: basta con que una nueva realidad histórica y social lo demande, para que se especifiquen como femeninos los correspondientes rectora, médica, presidenta, capataza o peona. (En cambio, son contados los casos de «masculinización»: modisto, comadrón, azafato, y no sé si alguno más.) No hay límite lingüístico para la feminización de los masculinos: No será por la falta de nombres femeninos por lo que las mujeres no alcancen los más altos cargos, puestos o empleos; ni porque se habiliten femeninos a troche y moche, se van a satisfacer antes las legítimas demandas y los méritos seculares de las mujeres.
Es verdad que todavía subsisten formas «bastardas» como regenta, generala, coronela o la barojiana canóniga, en las cuales el significado morfológico de ‘mujer’ se combina con el contenido léxico, pero no directamente sino a través del ‘varón’, con el resultado de acepciones como ‘esposa del coronel’ o ‘amante del canónigo’. Pero el simple progreso de la realidad sociolaboral ha hecho que prevalezcan los femeninos auténticos: presidenta, jueza… En cuestión de léxico, las lenguas siguen los pasos a la realidad histórica, y no al revés. En este aspecto, la lengua funciona como uno de esos mecanismos «autolimpiables»: no necesita reformas programadas por ninguna Academia ni autoridad, se adapta a las nuevas realidades y se actualiza sobre la marcha del ejercicio comunicativo.
Pero la diferenciación genérica y sexual ha querido llevarse también al terreno de la sintaxis, a los enunciados concretos, en la forma del «doblete»; este ha llegado, casi por sí solo, a seña de identidad del «lenguaje no sexista», que, por supuesto, señala como políticamente correcta a cualquier persona que haga uso de él: Profesoras y profesores, alumnas y alumnos, amigas y amigos: «Buenos días» (o «Buenas tardes») a todas y a todos.
Esta fórmula –que prolonga el señoras y señores de siempre– se ha generalizado en los actos de palabra públicos y formales: mítines políticos, solemnes alocuciones, aperturas de curso…, hasta el punto de que no seguir esta convención verbal sería hoy ya casi una grosería. El doblete puede resultar elegante, pero siempre que no sobrepase los límites del vocativo. Porque, cuando entra en las normales funciones sintácticas del enunciado, puede amargarle la elocución al más temerario de los oradores, y también meter al auditorio en una situación de nerviosismo incontrolable: Como socias y socios de esta ong, todas y todos tenemos derecho a mostrarnos contrarias y contrarios al nuevo anteproyecto de ley del Gobierno: ninguna ni ninguno debe permanecer callada ni callado ante la nueva tesitura…
Esto ocurre porque la concordancia –como procedimiento formal de integración de la información léxica– es sistemática e implacable, y una vez desencadenada, ya no se puede hacer otra cosa que tirarse en marcha e interrumpir el discurso, incurriendo en lo que se conoce con el feo nombre de anacoluto.
Esto pasa en la lengua oral. En lo escrito, bien se puede decir que el papel todo lo soporta y que no se inmuta por muchas barras que vayan separando las terminaciones genéricas de los dobletes. Pero, como las barras oblicuas son una especie de abreviación, y las abreviaturas hay que leerlas, pues ahí es donde te mareas por la vista y por el oído coincidentemente:
Estimados/as padres/madres de familia: Se solicita su asistencia a la junta para tratar asuntos relacionados con la educación de su hijo/a, con su respectivo/a profesor/a.
El empleo de las barras –derivado de un uso técnico de la lingüística estructural– es flagrantemente antiortográfico, algo así como una gran falta continuada de ortografía cometida con alevosía y premeditación.
Para no mencionar otra ocurrencia gráfica: la de cargar los escritos con arrobas de arrobas, que, estos sí, ya son literalmente impronunciables, porque la arroba no es ninguna letra, y, como símbolo moderno, lo es de dirección electrónica. Además, como símbolo simbólico, se supone que habrá resultado poco gratificante desde la perspectiva de género, pues en él la a femenina está contenida en una o casi cerrada masculina, al modo como en la costilla de Adán esperaba Eva su eclosión.
En todo caso, barras oblicuas y arrobas suponen un atentado a la ortografía, dificultan la legibilidad y erosionan la lectura. En los comunicados privados (mensajes de móviles, correos electrónicos…) no nos debemos meter. Pero, como forma gráfica en documentos públicos, con razón pueden tomarse como una falta de consideración al ciudadano, en la medida en que el afán de autoexpresión de la perspectiva de género prevalece sobre los valores convencionales de la ortografía al servicio común de la comunicación.
Las fórmulas de desdoblamiento –dobletes, barras diagonales, arrobas– no añaden nada a la información, y además dificultan la interpretación o la lectura. Más o menos, así lo expresaba Carles Francino en un debate sobre el asunto con Pilar Careaga en la Ser: «Con tantos -os y -as no se puede atender a lo que nos están diciendo».
Ello no sucede cuando el doblete es necesario para el sentido de la oración, como en el ejemplo del escritor Javier Marías: […] el lenguaje es una de las pocas cosas que han sido construidas a la vez por las mujeres y los hombres», donde el sentido se resiente si se suprimiera el femenino o el masculino.
Por el contrario, aplicando esta prueba a los dobletes típicos del «lenguaje no sexista», se ve cómo se sigue diciendo lo mismo con desdoblamiento o sin él: Los jueces y las juezas se limitan a aplicar las leyes que las diputadas y los diputados aprueban Los jueces se limitan a aplicar las leyes que los diputados aprueban.
En cambio, si la frase o el enunciado implica una comparación, un contraste, una confrontación, una separación distributiva, o bien una identificación expresa, una coincidencia, una agrupación… de ‘mujeres’ y ‘varones’ (como en ejemplo de Marías), entonces sí resulta natural y necesario el doblete de género.
Hay un principio general en la comunicación lingüística, que es el de pertinencia o relevancia, y que se deja explicar fácilmente como el principio de «venir a cuento algo». En el último caso citado, el desdoblamiento no viene a cuento de nada: la referencia desglosada a ‘mujeres’ y ‘varones’ –o sea, el sexo– no pinta nada, es irrelevante en la información comunicada. El doblete del «lenguaje no sexista» es, por tanto, inoportuno y no pertinente. Y en cualquier forma de transmisión de la información, todo lo que no es pertinente resulta impertinente (en el sentido técnico, y también vulgar, del término): genera «ruido», distrae, retarda la interpretación, marea la perdiz.
Es verdad que el doblete genérico «visibiliza» a la mujer, pero no siempre para bien. El titular periodístico Detenidas varias sanitarias y sanitarios por asesinar enfermos tras el Katrina, con razón se habrá juzgado como discriminatorio, precisamente por usar el doblete; habría sido preferible el empleo del masculino genérico (Detenidos varios sanitarios), porque, efectivamente, en este asunto el sexo no intervino para nada.
También ha resultado ser negativa para la imagen de la mujer la «visibilización» femenina representada por quien se declaró «presa política» en estos términos: Ahora los presos políticos ya no son los etarras, son las malayas y los malayos, involucrando así al género femenino en tan corrupto como falso gentilicio.
El español nos fuerza a aludir al sexo de las personas aun cuando no venga a cuento para lo que decimos. El motivo es que el sexo viene referido por el género gramatical, un signo que, por ser morfológico, forma parte del sistema de la lengua, y es obligado usarlo. Así, por ej., el sexo no pinta nada a la hora de decir que las gacelas corren velozmente, ni tampoco que los mastines guardan el rebaño.
Si en este último caso se opta por la palabra perro, no hay más remedio que terminar la palabra con ‑as o con ‑os. Para terminarla con ‑as debe darse la circunstancia de que se trate solo de ‘hembras’ (ya que el femenino es término exclusivo). Si no se sabe o no se quiere decir, basta y sobra con el masculino: Los perros guardan el rebaño. Esta construcción en que la forma masculina engloba en su referencia a la pareja completa, se conoce como masculino genérico.
Con un mes de embarazo, no puede haber una real seguridad sobre el sexo del feto, y por tanto se nombra con el masculino genérico: Sus Altezas Reales los Príncipes de Asturias tienen la gran alegría de anunciar que esperan el nacimiento de su segundo hijo para principios del próximo mes de mayo. Si hubieran dicho de su segunda hija, todos entenderíamos que ya se conocía el sexo del «nasciturus» (otro masculino genérico, ahora en latín).
Hay un dicho que reza: «Dios aprieta, pero no ahoga». La lengua tampoco: el masculino genérico es la válvula de escape a la imposición morfológica del género, y se recurre a él cuando la diferenciación sexual no es relevante para el sentido de la frase o el enunciado.
Pero también ha sido, junto con la concordancia, la bestia negra de la perspectiva de género, que ha decidido asociarlo con la ocultación de la mujer por parte del varón, y el dominio de este sobre aquella, y que declara: La mayor expresión de Sexismo en el Lenguaje es la utilización del genérico masculino para representar tanto a hombres como a mujeres.
Parece no haberse reparado en que el masculino genérico es el inevitable pago que hay que efectuar por el uso masivo de la distinción de género: cuantos más masculinos «de hecho» vayan desglosándose en femeninos –esto es, feminizándose–, más habrá que recurrir al masculino genérico: a más médica y fiscala, más los médicos o los fiscales…
En todas las categorías con valores enfrentados (como son las morfológicas), uno de ellos engloba al otro en ciertos contextos. La constatación de que en el español, además de un masculino genérico, hay un número (el singular), una persona (la tercera), un tiempo (el presente), un modo (el indicativo) y un aspecto (el imperfectivo) igualmente genéricos, debería llevar a absolver al género masculino de todo «machismo atávico».
A la misma conclusión se llega desde la Lingüística Comparada, que constata cómo, por ej., en el goajiro, una lengua indígena venezolana, el término inespecífico del género no es el masculino sino el «femenino», siendo así que dicha lengua lo es de un tipo de sociedad que puede considerarse todo menos matriarcal.
Dada la aversión al masculino genérico, y la dificultad del doblete debido a la concordancia, desde el «lenguaje no sexista» se ha preconizado su sustitución por un sustantivo o denominación colectiva correspondiente: así que ni médico ni médica sino el personal médico; no más fiscal ni fiscala, solo la fiscalía… Su ventaja es que, como colectivos, implican ‘pluralidad’, y su género es puramente gramatical.
El inconveniente es que pocas veces existe un colectivo que les corresponda (no lo hay para la pareja dependiente/a, ¿lo hay para ingeniero/a?). Además, la pareja genérica y su colectivo, aunque cercanos, no son ni sinónimos ni intercambiables. Es normal que los fiscales y las fiscalas entren y salgan de la fiscalía, pero resultaría un galimatías algo como la fiscalía entra y sale de la fiscalía; y si para referirnos a una ciudadana y un ciudadano que protestan, dijéramos que la ciudadanía protesta, ¿no nos pasaríamos cuatro pueblos exagerando? En fin, nadie podría identificar el rotundo comienzo de La Regenta, La heroica ciudad dormía la siesta, con un subproducto como Las heroicas ciudadanas y ciudadanos dormían la siesta.
Incluir el desdoblamiento genérico en el «lenguaje no sexista», así como tachar de sexista al masculino genérico, han resultado ser decisiones muy desacertadas. Como formas expresivas de la lengua, no son sexistas ni no sexistas: están ahí para que cualquier hablante, por su cuenta y riesgo, utilice una u otra, según lo demande la situación, y de acuerdo con sus propósitos comunicativos.
Y esto es todo por hoy. Muchas gracias.

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(*) Lección inaugural del Curso 2006-2007 de la Universidad de Oviedo, pronunciada por José Antonio Martínez, Catedrático de Lengua Española de dicha Universidad.

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